Durante las obras de un templo en la Edad Media, los canteros dedicaban sus ratos de ocio y descanso a jugar al tres en raya o al molino. Utilizaban como tablero los sillares que más tarde serían empleados en la construcción de la iglesia, tallando sobre la piedra las líneas de las que constaban estos pasatiempos ancestrales. De ahí que podamos ver estas retículas con mucha frecuencia, decorando edificios románicos en los lugares más diversos e insospechados. Como en el caso de las imágenes eróticas en capiteles y canecillos —frecuentemente asociadas a la idea del pecado y la lujuria—, la explicación se ha dado por buena, aunque presentara fisuras y no terminara de ser convincente. Un nuevo estudio, centrado en los edificios medievales castellanos, combate, con sólidos argumentos, esta interpretación basándose en la ubicación de los llamados alquerques. ¿Y si, como las reliquias, se tratase de amuletos, de símbolos que protegían a los fieles de enfermedades y desgracias?
Una investigación contesta la idea de que los alquerques tallados en los templos medievales eran únicamente pasatiempos de los canteros durante la construcción y otorga a estos entretenimientos ancestrales una función cuidadora
Durante las obras de un templo en la Edad Media, los canteros dedicaban sus ratos de ocio y descanso a jugar al tres en raya o al molino. Utilizaban como tablero los sillares que más tarde serían empleados en la construcción de la iglesia, tallando sobre la piedra las líneas de las que constaban estos pasatiempos ancestrales. De ahí que podamos ver estas retículas con mucha frecuencia, decorando edificios románicos en los lugares más diversos e insospechados. Como en el caso de las imágenes eróticas en capiteles y canecillos —frecuentemente asociadas a la idea del pecado y la lujuria—, la explicación se ha dado por buena, aunque presentara fisuras y no terminara de ser convincente. Un nuevo estudio, centrado en los edificios medievales castellanos, combate, con sólidos argumentos, esta interpretación basándose en la ubicación de los llamados alquerques. ¿Y si, como las reliquias, se tratase de amuletos, de símbolos que protegían a los fieles de enfermedades y desgracias?
El trabajo ha analizado meticulosamente el emplazamiento de estos alquerques en iglesias de Zamora, Valladolid o Soria. Su autor, el investigador Josemi Lorenzo Arribas, los ha hallado repetidamente en portadas y ventanas, pero también en el acceso a recintos amurallados, en lugares indistintos de las galerías porticadas y en los tejados, así como en estelas, mesas de altar, pilas bautismales, e incluso en lápidas funerarias. La circunstancia arroja una primera conclusión: los tableros no fueron esculpidos en los templos para jugar con posterioridad, como también se ha defendido hasta ahora en el ámbito científico. Ese carácter lúdico nada casa, por ejemplo, con lo funerario, mientras que su posición —en alturas inalcanzables y, con frecuencia, orientados en vertical— hace inviable la hipótesis del juego. La ubicación de los pasatiempos en lugares liminales (entradas y umbrales, sitios por los que podía acceder el mal) lleva a Lorenzo Arribas a pensar que adquirieron, durante el románico, un rol simbólico y, sobre todo, protector.
No obstante, la investigación ataca, en particular, la inconsistencia de la teoría comúnmente aceptada. “Causa extrañeza pensar en canteros utilizando la costosa materia prima y arriesgándose a perder un sillar con un uso espurio, cuando, para jugar al alquerque, basta un poco de tierra para marcar el tablero y un palito”, cuestiona el estudio. Con respecto al citado uso de los tableros como juegos una vez colocados, el trabajo añade otros argumentos en contra. “Unos están demasiado pegados, otros son diminutos; hay dameros dispuestos en tejados o en contextos muy alejados de su supuesta función recreativa, como los bautismales o funerarios”, enumera. Lorenzo Arribas acude a ejemplos concretos —como el minúsculo alquerque situado en el epitafio del extraordinario sepulcro del doctor Grado, en la catedral de Zamora— para censurar, no sin ironía, la interpretación general: “¿Qué sentido tiene rematar una inscripción funeraria con un juego de mesa, se trataba del epitafio de un ludópata?”.
Pero, ¿por qué elegirían nuestros antepasados medievales un juego para tratar de alejar las enfermedades o la muerte? “Desconocemos por qué pasó a adquirir un carácter simbólico, aunque quizá tenga que ver con su diseño reticulado, en forma de red, que podría ser adecuado para atrapar aquello cuya entrada se pretendía impedir”, propone el experto, aunque “sin base documental”. El ejemplo más familiar en nuestros días puede ser el de los llamados atrapasueños o cazadores de sueños, que se colocan en la habitación. Se trata de un antiguo elemento colgante, de origen norteamericano, que consta de un aro de madera con una red en su interior. Su función, durante la noche, consistiría en “cazar” las pesadillas y liberarnos de los malos sueños. Lo que se desecha, en cualquier caso, es que estos tableros fueran la representación una planta arquitectónica, como la de la Jerusalén celestial o el Templo de Salmón, “al carecer de base” la hipótesis.
La teoría de los juegos de mesa como elementos simbólicos se ensayó ya en los años ochenta, aunque sin éxito. Pesó más su concepción ancestral: su uso como juego de mesa está constatado ya en el Antiguo Egipto y, a pesar de que era conocido en el mundo romano, en Europa fue reintroducido en el siglo IX, tras la entrada de los musulmanes por el sur. De ahí que se puedan rastrear profusas representaciones en la ciudad omeya de Medina Azahara (Córdoba). En este caso, abundan los alquerques de nueve, una de las tres formas representadas, junto a los tableros de tres y de doce. “Tampoco sabemos si tenían significados diferentes en función de las fichas que se utilizaban en cada tablero, como en el caso de las estrellas de cinco, seis u ocho puntas”, reconoce el autor.
En el caso concreto de Medina Azahara, algunos estudiosos han descartado la idea de que los juegos de mesa representados en sus muros tengan un valor simbólico, al haber sido tapados por el enlucido (el recubrimiento de la pared). “Un elemento protector no pierde su eficacia por no ser visible al ojo humano”, sostiene Lorenzo Arribas, quien acude al ejemplo de los grafitos tallados en la piedra, de probado valor simbólico, que después fueron ocultados bajo el revestimiento. Y es este argumento, precisamente, el que lleva al investigador a tender puentes entre el papel de los alquerques y el de las populares reliquias: “Existen reliquias en lugares no visibles, porque no estaban pensadas para ser vistas, no tenían ninguna función estética”.
Cabe señalar que sí existe una diferencia fundamental entre los alquerques de tres y de nueve, y el de doce: su antigüedad. Uno de los mayores expertos en juegos de mesa históricos, el hispanista Govert Westerveld, ha constatado en sus trabajos que a los alquerques de tres y de nueve (los más primitivos) se sumó el de doce en el siglo XIII. De hecho, la primera referencia documental sobre este último data de 1283, cuando el rey Alfonso X el Sabio publicó sus reglas en el Libro del ajedrez, dados y tablas. Es más, Westerveld da por probada su teoría de que el alquerque de doce inspiraría el juego de las damas a finales del siglo XV, basándose en la figura y el liderazgo de la reina Isabel la Católica. De ser así, las damas serían un invento puramente español.
De cualquier modo, los estudios de Westerveld recogen los alquerques de doce más antiguos hallados en la península, identificados en los años ochenta por Joaquín Salmerón, director del entonces Museo Municipal de Arqueología de Cieza (Murcia). El arqueólogo expuso los fragmentos de varios arcos donde se habían inscrito estos juegos de mesa, que habrían sido practicados por los primeros cristianos que llegaron a las ruinas de la antigua ciudad andalusí de Siyâsa (muy próxima a Cieza), a partir de 1243, en el contexto de la reconquista. “Es muy posible que los alquerques de doce sean de época románica, pero como no tenemos la constancia de que fueran realizados al mismo tiempo que las iglesias, la conclusión es que los únicos del siglo XIII que tenemos en la península son los dibujados en el libro de Alfonso X y los que hemos hallado en Siyâsa”, argumenta Salmerón. El debate sobre su función sigue abierto.
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