Estamos en los años sesenta, en plena guerra de Vietnam. El presidente Lyndon B. Johnson sentía un odio profundo por el periodista de The New York Times Tom Wicker. Un fin de semana en el que varios periodistas estaban haciendo guardia en su rancho de Texas apareció el propio presidente en su coche, un Lincoln blanco convertible, y gritó “¡Wicker!”. El informador se subió al vehículo presidencial, que se alejó por uno de los caminos polvorientos de la propiedad. Y entonces, describe el periodista Seymour M. Hersh en Reportero (Península), “se bajó del coche, dio unos pasos hacia los árboles, se detuvo, se bajó los pantalones y defecó allí mismo, a plena vista. El presidente se limpió con unas hojas, se subió los pantalones, se montó en el coche, dio media vuelta y regresó a toda velocidad”. Era su forma —poco sutil— de expresar su desacuerdo con la cobertura del periodista.
La potencia cultural ha hecho que muchas veces olvidemos el reverso tenebroso del país
Estamos en los años sesenta, en plena guerra de Vietnam. El presidente Lyndon B. Johnson sentía un odio profundo por el periodista de The New York Times Tom Wicker. Un fin de semana en el que varios periodistas estaban haciendo guardia en su rancho de Texas apareció el propio presidente en su coche, un Lincoln blanco convertible, y gritó “¡Wicker!”. El informador se subió al vehículo presidencial, que se alejó por uno de los caminos polvorientos de la propiedad. Y entonces, describe el periodista Seymour M. Hersh en Reportero (Península), “se bajó del coche, dio unos pasos hacia los árboles, se detuvo, se bajó los pantalones y defecó allí mismo, a plena vista. El presidente se limpió con unas hojas, se subió los pantalones, se montó en el coche, dio media vuelta y regresó a toda velocidad”. Era su forma —poco sutil— de expresar su desacuerdo con la cobertura del periodista.
En sus memorias, el gran periodista de investigación que descubrió la matanza de My Lai en Vietnam y las torturas en la prisión iraquí de Abu Ghraib —aunque después se ha dejado llevar por los demonios de la conspiración— narra esta historia, desagradable, desquiciada y repugnante. Aun así, no es lo peor que cuenta de un presidente de Estados Unidos: confiesa que supo, pero nunca publicó porque entonces lo consideró un asunto privado, que Richard Nixon dio al menos dos palizas a su mujer. “Entonces no comprendía, como sí comprendían las mujeres que me cuestionaban, que lo que Nixon había cometido era un acto delictivo”, explica sobre aquel lamentable silencio. “Yo debería haber informado de lo que sabía en su momento o, si al hacerlo hubiera comprometido a mi fuente, haberme asegurado de que lo hiciera otra persona”.
Se puede argumentar que la segunda presidencia de Donald Trump, que acaba de ganar las elecciones presidenciales poniendo los pelos de punta a medio mundo, puede cambiar para siempre Estados Unidos y lanzar este país al abismo del despotismo, pero una figura como la suya, y las ideas que defiende —el racismo, el autoritarismo, el machismo—, forman una parte profunda de la tradición política, social y cultural estadounidense.
La periodista de The New Yorker Susan B. Glasser lo expresa así en un artículo publicado a las pocas horas de conocerse los resultados, titulado La venganza de Donald Trump: “Es una revelación desastrosa sobre lo que Estados Unidos es en realidad, en contraposición al país que tantos esperaban que pudiera ser”. Una confesión que recuerda a aquella famosa de Nixon sobre Kennedy que Oliver Stone recoge en su biografía filmada del presidente que se vio obligado a dimitir por el Watergate: “Cuando te miran a ti ven lo que quieren ser, cuando me miran a mí, ven lo que son”. Tal vez, durante demasiado tiempo, hemos mirado un país que es solo un reflejo idealizado de una realidad mucho más cruda. Nos hemos creído que el espejo crítico de la realidad era la realidad.
Estados Unidos, desde su himno nacional, se describe como “la tierra de la libertad, el hogar de los valientes”. Pero su historia cuenta otra relato. Resulta más fácil pensar en los héroes de Spielberg, el Tom Hanks desembarcando en Normandía de Salvar al soldado Ryan, que el Jack Lenmon de Desaparecido (Missing), el estadounidense medio devastado cuando descubre el verdadero rostro de la política exterior de su país, promoviendo golpes de Estado en América Latina y violaciones masivas de los derechos humanos. Durante años, el cine se ha dedicado a retratar el exterminio de los nativos americanos, el odio infinito que John Ford retrata tan bien a través del personaje de John Wayne en Centauros del desierto. Pero, como se puede ver en Wind River, la gran película de Taylor Sheridan sobre la violencia contra las mujeres en las reservas indias, nada ha cambiado y los indios siguen sufriendo la pobreza y la marginación.
Matar un ruiseñor es lo más parecido a la gran novela americana y el personaje de Atticus Finch, que interpretó Gregory Peck en el cine, es sin duda un héroe nacional, un tipo tranquilo que lucha contra la injusticia, defiende a su familia con sentido común. Pero la novela de Harper Lee, una obra maestra, es un gran relato sobre la tolerancia en un mundo profundamente intolerante. La segregación racial en el sur de Estados Unidos —las leyes Jim Crow, vigentes entre 1876 y 1965— fue un modelo para los nazis a la hora de establecer las leyes raciales de Núremberg en 1933. El movimiento de los derechos civiles acabó con la segregación legal; pero no con la marginación de facto. Más de 4.400 afroamericanos fueron linchados en Estados Unidos entre 1877 y 1950. Cuando se derogaron las leyes raciales, los linchamientos continuaron.
Todos los países tienen dos almas, pero la potencia cultural ha hecho que muchas veces nos olvidemos del reverso tenebroso de Estados Unidos. Atticus Finch ha opacado a personajes como Donald Trump en el imaginario universal. Estas elecciones han dejado claro cuál de los dos representa al verdadero país.
Babelia
Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
Cultura en EL PAÍS