El fin de la nueva política

Es probable que la caída de Íñigo Errejón suponga, tanto narrativa como materialmente, el fin de lo que en su momento se llamó nueva política. No solo por los hechos que se le imputan al ya exdiputado, sino también por todo lo que se ha evidenciado en la gestión política del caso. La colección de silencios y acusaciones cruzadas a nivel orgánico contrasta con los estándares exigidos y promocionados durante años, una época en la que la rabia justificada de una generación sirvió para inspirar y legitimar una aventura política que ahora parece enfrentar su final.

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 La colección de silencios y acusaciones cruzadas a nivel orgánico por el ‘caso Errejón’ contrasta con los estándares exigidos y promocionados durante años  

Es probable que la caída de Íñigo Errejón suponga, tanto narrativa como materialmente, el fin de lo que en su momento se llamó nueva política. No solo por los hechos que se le imputan al ya exdiputado, sino también por todo lo que se ha evidenciado en la gestión política del caso. La colección de silencios y acusaciones cruzadas a nivel orgánico contrasta con los estándares exigidos y promocionados durante años, una época en la que la rabia justificada de una generación sirvió para inspirar y legitimar una aventura política que ahora parece enfrentar su final.

Albert Camus, al comienzo de El mito de Sísifo,nos recordó que una filosofía, para ser estimable, debería predicar con el ejemplo. Una coherencia elemental que debería extenderse a todas las esferas de la vida, pero que algunos quisieron desactivar con un ardid retórico que invitaba a “cabalgar contradicciones”. La nueva política irrumpió en nuestra democracia con un discurso abiertamente disruptivo y maximalista en el que se insistió en la necesidad de que el miedo cambiara de bando, se apostó por “tomar el cielo por asalto” y se intentó menoscabar los fundamentos de lo que, intencionadamente, se denominó “el candado del 78″. Esta política no era novedosa solo por sus formas; también convirtió la impugnación del statu quo en el centro de gravedad de sus propuestas para promover sin disimulo un verdadero cambio de régimen.

Con el tiempo, resulta inevitable volver la vista atrás y elaborar un diagnóstico sobre el saldo de aquella peripecia. Si revisamos nuestra estabilidad institucional, la calidad de nuestra conversación pública o la amistad civil entre españoles, no parece que podamos llegar a conclusiones demasiado optimistas. La nueva política abrazó de forma explícita el populismo (recuerden las loas a Ernesto Laclau y Chantal Mouffe), promovió el desacuerdo de la mano de Rancière y actualizó las tesis de Carl Schmitt para orientar los debates en torno a una agresiva dialéctica que establecía una fractura entre un “ellos” y un “nosotros”.

El adanismo y la desmesura de una generación que volvió a creerse mejor que la de sus padres proyectó unos estándares utópicos para, con el tiempo, demostrar que ni siquiera podría superar una ética de mínimos. Tras este final, solo podemos preguntarnos qué habrá después de lo nuevo. Quiero pensar que volverá un tiempo para la reconstrucción de nuestra vida pública, pero me pregunto cuánto daño tendremos que hacernos antes para obligarnos a retomar la vía de la concordia.

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