La playa de Doñana ha perdido 80 metros de arenal en las últimas décadas y científicos y ecologistas avisan de la tormenta perfecta que se cierne sobre todo el litoral español: la subida del nivel del mar, el cambio climático y la mano del hombre Leer La playa de Doñana ha perdido 80 metros de arenal en las últimas décadas y científicos y ecologistas avisan de la tormenta perfecta que se cierne sobre todo el litoral español: la subida del nivel del mar, el cambio climático y la mano del hombre Leer
El hormigón se amontona sobre la arena blanca de Caño Guerrero. Donde antes había escaleras de acceso a la playa principal de Matalascañas, hoy hay escombros y donde había una rampa asoman las tripas del paseo marítimo, parcialmente acordonado en el tramo más próximo a la orilla ante el riesgo de que se termine desplomando porque la arena sobre la que asentaba ha desaparecido. La mansedumbre del océano Atlántico que baña Matalascañas engaña, sus aguas embravecidas son las que han dejado esta huella de destrucción, la más visible, pero no la única.
Apenas ha pasado una semana desde el paso de Martinho, la última de las borrascas encadenadas que han provocado la insólita estampa de un mes de marzo casi pleno de lluvias intensas en todo el país, que han llenado muchos de los embalses pero que también ha agravado la ya delicada situación en la que se encontraba el arenal de Matalascañas, que no es, en realidad, más que una pequeña parte -cuatro kilómetros urbanizados- de la playa de Doñana. Si el hormigón destrozado es lo que se ve, lo que no se ve son los 80 metros que ha perdido en las últimas décadas.
Ni las escolleras que se internan en el mar ni el dique de rocas de la orilla son ya suficiente defensa y solo los últimos temporales se han llevado por delante más de medio metro de arenal. Se ve, señala Antoñi Pérez, la primera teniente de alcalde del Ayuntamiento de Almonte (a cuyo término pertenece Matalascañas), por la marca de la pintura de las escaleras que siguen en pie. El cemento sin pintar de azul como el resto de la estructura estaba antes sepultado.
«Todos los años hay problemas, pero jamás he visto algo así», asegura la concejal, preocupada por el impacto que los daños en las infraestructuras de la playa puedan tener en la temporada turística que se estrena en Semana Santa. Matalascañas es el único núcleo costero urbanizado de Almonte, una isla rectangular de cemento de cuatro por 1,5 kilómetros entre el espacio protegido del Parque Nacional de Doñana y el Atlántico y su población habitual de algo más de 2.000 personas se multiplica por 100 en verano, hasta 200.000 veraneantes que esperan poder colocar su sombrilla en la arena y poder disfrutar del atardecer en el Paseo Marítimo.
Ya el verano pasado, con la pleamar, la orilla de Caño Guerrero quedaba reducida a la mínima expresión. Hace décadas que Matalascañas y, en general, la playa de Doñana, pierde arena. Por culpa principalmente, dice la responsable municipal, del dique que se construyó en la capital onubense en los años 80, «que se queda con nuestra arena».
Ésa puede ser una causa, pero no la única. Lo que ha sucedido este mes de marzo en Matalascañas es un síntoma de una enfermedad grave que aqueja a buena parte del litoral español, que se hunde. O, más exactamente, lo que sube es el nivel del mar al tiempo que los temporales, cada vez más frecuentes y más violentos, erosionan las costas.
Ese tsunami a cámara lenta, pero imparable, es el que a finales de enero sepultó bajo las aguas del mar Mediterráneo la playa de Vera, en Almería. El que, cada año, obliga a reconstruir accesos y servicios en el litoral malagueño y el que, solo en las últimas semanas, se ha tragado, literalmente, el 20% del arenal de Marbella.
El Ministerio para la Transición Ecológica o la NASA, la agencia espacial estadounidense, cuentan con mapas que se actualizan periódicamente en los que se especifican las zonas de mayor riesgo y Doñana es una de ellas.
«Es una realidad que está ahí, el impacto del cambio climático», apunta Elvira Jiménez, responsable de la campaña de costas de Greenpeace en España. La consecuencia, abunda, de la subida del nivel del mar, combinada con el aumento de la temperatura del agua y los efectos de las actividades humanas. La costa española, por lo general, está «bastante maltratada», en ella se concentra la mayor parte de la población y de la actividad económica y eso pasa factura.
Fernández asegura que no es ninguna visión apocalíptica afirmar que a mediados de este mismo siglo podríamos asistir a la pérdida total de algunas playas, aquellas más pequeñas en especial mientras que las grandes se verían reducidas considerablemente. «Puede cambiar el perfil de la costa tal y como la conocemos», asevera.
Ella es una de las autoras del informe que Greenpeace publicó en julio del año pasado con el inquietante título de ‘Crisis a toda costa’, una detallada radiografía del litoral español ante los riesgos derivados del cambio climático. Ahora, como entonces, defiende la necesidad de actuar más allá de «parches» como las aportaciones de arena adoptando decisiones que son «políticamente arriesgadas». Por ejemplo, retroceder las zonas urbanizadas o apostar por estructuras naturales, como las praderas de posidonia.
Los «parches», como las aportaciones de arenas son solo, hace hincapié, remedios temporales que hay que volver a acometer pasado uno o dos años y que, por si fuera poco, suponen un gasto considerable.
Coincide con Elvira Fernández el profesor de la Facultad de Ciencias del Mar de la Universidad de Cádiz Haris Plomaritis. Desde hace quince años estudia el retroceso de la costa en la provincia de Cádiz y, muy singularmente, en la playa de Campo Soto, en San Fernando dentro del Grupo de Geología y Geodinámica del Litoral. Los doce investigadores monitorizan hasta 50 playas gaditanas y la media es de un retroceso de entre uno y dos metros al año.
La playa de Campo Soto, que Plomaritis conoce como pocos, es, a la vez, una playa urbanizada, en un tramo, y natural en otro y esa diversidad es lo que la hace especialmente interesante para el estudio científico. A partir de su estudio, el científico distingue dos modelos diferentes, el natural con capacidad de regenerarse por sí mismo y el urbanizado, donde la situación «es más difícil» porque la intervención del hombre la priva, precisamente, de esa posibilidad. Falta lo que técnicamente se llama espacio de acomodación y eso las expone a más riesgos.
Es lo que sucede en la playa de Caño Guerrero de Matalascañas, donde no hay margen para plantearse siquiera un retroceso de la línea costera urbanizada. Eso supondría, como advierte la primera teniente de alcalde de Almonte, un coste difícilmente asumible.
Plomaritis, al igual que la responsable de costas de Greenpeace, cree que la mejor opción es siempre lo que más se asemeje al natural, aunque cada caso, precisa, es diferente y es indispensable hacer un estudio previo y evaluar los costes y los beneficios.
En función de este análisis, habría que optar por una de las dos opciones: obras marítimas, infraestructuras con las que «fortalecer» la costa o «intentar retroceder» lo urbanizado para dejar espacio de acomodación.
Antes de que Laurence y, sobre todo, Martinho, destrozasen el paseo marítimo, ya se había tomado la decisión de, al menos, poner un parche que evitase a corto plazo la desaparición de la playa urbana de Doñana y que supondrá un desembolso de seis millones de euros.
El proyecto lo promueve y financia el Ministerio para la Transición Ecológica y consiste, sin entrar en grandes pormenores, en una aportación de 700.000 metros cúbicos de arena, la remodelación de los espigones existentes y la construcción de cuatro nuevos en el extremo sur. Insuficiente para las autoridades locales y que llega, critica la primera teniente de alcalde, años tarde, puesto que fue aprobado en 2018 y no se prevé que comiencen los trabajos, al menos, hasta después de este verano.
No es, ni mucho menos, todo lo que se ha perdido en las últimas décadas y el Ayuntamiento de Almonte reclama, de hecho, una aportación equivalente. Tampoco es, y lo saben en Matalascañas, la solución definitiva para parar un tsunami que amenaza con ahogar ésta y otras playas en todo el país.
Entre los años 2016 y 2021, en España se invirtieron 60,6 millones de euros en la regeneración de las playas nacionales, según datos publicados por Newtral a partir de lo recopilado en los presupuestos generales y avalados por Greenpeace.
Las provincias en las que se concentró el mayor esfuerzo presupuestario en lo que respecta a iniciativas para paliar los daños en las playas fueron, sobre todo, las andaluzas de Cádiz, Málaga y Huelva, aunque también sobresale Valencia.
Entre los ejemplos de medidas concretas y actuales, solo en la provincia de Málaga en 2024 se han aprobado actuaciones por un importe de 2,1 millones de euros y, en total, entre 2022 y 2024, la cifra ascendió a los 4,5 millones. Aunque los seis millones para la playa de Matalascañas, en Huelva, es una de las más costosas.
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