La universidad pública: un pilar invisible que sostiene la democracia se tambalea en Madrid

La universidad pública agoniza en la Comunidad de Madrid. Los pronósticos más optimistas no le dan ni 10 años de supervivencia, al menos no una en la que seamos capaces de reconocerla tal y como venía siendo hasta ahora. Pero la última decisión de Isabel Díaz Ayuso de que solo aumentaría su presupuesto en un raquítico 0,9% que no dará ni para pagar las nóminas, frente al 18% que pedían sus rectores para “salvar los muebles”, va más allá de una simple contingencia. La campaña de desprestigio y asfixia que sufren las universidades públicas madrileñas desde hace más de 20 años es el resultado de una mezcla de cortoplacismo, incompetencia y ofensiva ideológica. Cuando nadie del Ejecutivo madrileño explica nada, no queda otra que construir el diagnóstico en base a hechos. ¿Recuerdan el nombre de algún consejero que haya hablado alguna vez de una estrategia para multiplicar la productividad científica y proveer a la economía con los mejores profesionales? A pesar de ello, las universidades públicas madrileñas lo han hecho gracias a la entrega intensiva de trabajo y el entusiasmo de profesores y personal administrativo. Pero los datos son los que son. La Comunidad de Madrid es un 36,5% más rica que el resto y su universidad pública es la peor financiada por alumno de toda España. Así que esta semana, sus seis rectores se han plantado y han dicho que ya no se puede sobrevivir a base de inercia y voluntarismo. Si el Gobierno de la Comunidad de Madrid no explica el modelo educativo que quiere o de qué forma quiere hacer de él una seña de identidad y motor económico de la región, como han hecho otras comunidades autónomas al apostar por el sistema público y por la investigación, no es porque no tenga una idea clara de adónde quiere llegar. Si no se habla abiertamente de diagnósticos, objetivos y estrategias es porque existe una directriz inconfesable: la asfixia económica y una campaña sin descanso para desprestigiarla, mientras proliferan pseudouniversidades privadas con informes en contra que aseguran el acceso a la enseñanza superior a una élite económica.

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 Si no se habla abiertamente de diagnósticos, objetivos y estrategias es porque existe una directriz inconfesable: la asfixia económica y una campaña sin descanso para desprestigiar la Academia  

La universidad pública agoniza en la Comunidad de Madrid. Los pronósticos más optimistas no le dan ni 10 años de supervivencia, al menos no una en la que seamos capaces de reconocerla tal y como venía siendo hasta ahora. Pero la última decisión de Isabel Díaz Ayuso de que solo aumentaría su presupuesto en un raquítico 0,9% que no dará ni para pagar las nóminas, frente al 18% que pedían sus rectores para “salvar los muebles”, va más allá de una simple contingencia. La campaña de desprestigio y asfixia que sufren las universidades públicas madrileñas desde hace más de 20 años es el resultado de una mezcla de cortoplacismo, incompetencia y ofensiva ideológica. Cuando nadie del Ejecutivo madrileño explica nada, no queda otra que construir el diagnóstico en base a hechos. ¿Recuerdan el nombre de algún consejero que haya hablado alguna vez de una estrategia para multiplicar la productividad científica y proveer a la economía con los mejores profesionales? A pesar de ello, las universidades públicas madrileñas lo han hecho gracias a la entrega intensiva de trabajo y el entusiasmo de profesores y personal administrativo. Pero los datos son los que son. La Comunidad de Madrid es un 36,5% más rica que el resto y su universidad pública es la peor financiada por alumno de toda España. Así que esta semana, sus seis rectores se han plantado y han dicho que ya no se puede sobrevivir a base de inercia y voluntarismo. Si el Gobierno de la Comunidad de Madrid no explica el modelo educativo que quiere o de qué forma quiere hacer de él una seña de identidad y motor económico de la región, como han hecho otras comunidades autónomas al apostar por el sistema público y por la investigación, no es porque no tenga una idea clara de adónde quiere llegar. Si no se habla abiertamente de diagnósticos, objetivos y estrategias es porque existe una directriz inconfesable: la asfixia económica y una campaña sin descanso para desprestigiarla, mientras proliferan pseudouniversidades privadas con informes en contra que aseguran el acceso a la enseñanza superior a una élite económica.

Esa directriz inconfesable es la utilización de la enseñanza pública para socavar los ideales que representa: la excelencia, la igualdad de oportunidades, el ascensor social, la apertura, la independencia y también la verdad. Porque la escaramuza contra la universidad pública en Madrid forma parte de una guerra más amplia para dinamitar la fe pública en las cualidades que representa: la confianza, la autoridad y la legitimidad para producir un terreno común, una verdad a la que agarrarnos como sociedad para construir juntos un futuro. Pero uno en el que la educación liberal permanezca ligada a la condición de ciudadano, en el que el efecto de la motosierra no produzca individuos que dejen de ver el sentido de pagar impuestos porque los pilares del Estado de bienestar se han erosionado. La directriz inconfesable es que se quiere un cambio de modelo para moldear una sociedad distinta. Por eso se pone en el punto de mira a las instituciones de confianza ―educación, salud pública, incluso medios de comunicación― vulnerables todas ellas a los intentos coordinados de socavar su legitimidad y quebrar su credibilidad.

Se está impulsando una narrativa de cinismo para minar la universidad como una institución independiente

Cuando Isabel Díaz Ayuso se hace eco de esa ola global de antiintelectualismo populista y resentimiento hacia la Academia para acusarla de estar “colonizada” por “toda la izquierda” o de ser un nido de escraches y vandalismo, lo que en realidad está impulsando es una narrativa de cinismo para minarla como una institución independiente donde libertad de pensamiento y razón se unen para producir verdad. La universidad pública forma parte de esas “instituciones invisibles” de las que nos habla el profesor Pierre Rosanvallon, aquellas que sirven para crear lazos sociales y confianza. Y lo hacen al construir un terreno común que nos orienta sobre el sentido de lo real para tomar conciencia de que hay un mismo objeto, una verdad que forma el tejido de lo real que se abre a todos nosotros, aunque sea de diferentes maneras. Y que al conversar entre nosotros, dando por sentado que hay una realidad compartida, es más fácil que podamos experimentar y hablar desde el sentido común, aunque sea de diferentes maneras.

La universidad es otra institución más donde se mantiene viva esa conversación, es el terreno de los asuntos humanos. Por eso siempre existe la posibilidad de que el mundo real atraviese sus campus y a su vez estos accedan a la infinidad del mundo, con todas sus posibilidades. Esa porosidad es seña de su identidad, aunque hoy se nos quiera presentar como “activismo izquierdista” desde la fantasía de un interior completamente aislado, como si se pudiera enseñar prescindiendo de un vínculo permanente de interacción con la sociedad, aprovechando incluso la energía que llega de fuera. La universidad, como el resto de instituciones invisibles que producen esos intangibles ―la confianza, la verdad, la autoridad― se ha convertido en el lienzo perfecto para proyectar toda la ansiedad sobre los vertiginosos cambios contemporáneos azuzados desde una agenda reaccionaria para allanar el camino al populismo autoritario y xenófobo. Desconfíen de los argumentos cínicos revestidos de escepticismo que nos quieren hacer creer que no es para tanto. La crisis de desconfianza que atraviesan las instituciones encargadas de producir verdad, autoridad y pensamiento está siendo en gran medida inoculada y refleja la crisis más profunda que viven nuestras democracias.

Hace aproximadamente un año, Claudine Gay, recién dimitida de su cargo como rectora de Harvard, se despedía de forma honorable defendiendo la universidad como espacio independiente “donde el valor y la razón se unen para hacer avanzar la verdad, sin importar las fuerzas que se opongan a ellas”. Lo hacía alertando contra aquellos que pretendían convertirla en un espacio donde “arraiguen las batallas por poderes y la grandilocuencia política”. Nos advirtió de que la campaña contra ella fue parte de una escaramuza más amplia contra las instituciones de confianza que sostienen las democracias desde sus pilares invisibles. Ella sigue dando clases en las aulas de Harvard. Su defenestradora, la congresista republicana Elise Stafanik, ha sido recompensada por Trump con la embajada ante Naciones Unidas, institución que considera “antisemita”, como dádiva y reconocimiento por su lealtad y servicios.

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