Hay una idea que aparece una y otra vez en nuestros debates políticos, tan seductora para algunos como extremadamente equivocada: la economía es como un pastel de tamaño fijo, así que si alguien se lleva una porción más grande, otro inevitablemente se quedará con menos. Es una lógica aplastante en su simplicidad, pero también profundamente errónea. No es nada nuevo, en realidad. Durante los siglos XVI y XVII, los mercantilistas europeos estaban convencidos de que la riqueza mundial tenía un límite. Para que un país prosperara, otro tenía que empobrecerse. La receta era simple: acumular oro, mantener siempre una balanza comercial favorable y protegerse del resto como si fuera una fortaleza sitiada.
Las soluciones simples para asuntos complejos como el comercio, la vivienda o la inmigración, casi siempre se equivocan
Hay una idea que aparece una y otra vez en nuestros debates políticos, tan seductora para algunos como extremadamente equivocada: la economía es como un pastel de tamaño fijo, así que si alguien se lleva una porción más grande, otro inevitablemente se quedará con menos. Es una lógica aplastante en su simplicidad, pero también profundamente errónea. No es nada nuevo, en realidad. Durante los siglos XVI y XVII, los mercantilistas europeos estaban convencidos de que la riqueza mundial tenía un límite. Para que un país prosperara, otro tenía que empobrecerse. La receta era simple: acumular oro, mantener siempre una balanza comercial favorable y protegerse del resto como si fuera una fortaleza sitiada.
Adam Smith ya desmontó estas ideas hace más de dos siglos, pero en estos últimos años resurge con fuerza, aunque nunca se fuera. Las políticas de Trump respiran ese mismo aire mercantilista. Como si el comercio fuera un partido de fútbol donde solo puede haber un ganador. Y esta mentalidad se cuela por todas partes: en cómo hablamos de inmigración, en nuestras guerras comerciales, incluso en las políticas de vivienda. Problemas complejos, soluciones simples. Y casi siempre equivocadas.
Tomemos por ejemplo a la inmigración. Escuchamos a menudo que cada trabajo que ocupa un inmigrante es un trabajo “robado” a un español. Como si hubiera un número mágico de empleos, inmutable. Pero la cosa no funciona así. Los inmigrantes no solo trabajan; también consumen, alquilan pisos, compran comida, usan el transporte público, pagan impuestos. Y muchos montan sus propios negocios, creando empleos para otros. La economía es un organismo vivo que se adapta y crece, que encuentra formas de acomodar más gente y más actividad sin que eso signifique automáticamente que alguien tiene que salir perdiendo.
Por ejemplo, David Card, el Nobel de Economía de 2021, estudió qué pasó cuando más de 100.000 refugiados cubanos llegaron a Miami de golpe en 1980. Según la lógica de suma cero, debería haber sido un desastre para los trabajadores locales. Salarios por los suelos, desempleo masivo, caos social. Pero no lo fue. La economía de Miami se las ingenió para absorber esa avalancha de nuevos habitantes sin hundir los salarios ni el empleo local. Se crearon nuevos negocios, aparecieron nuevos sectores, la ciudad se transformó.
Una ceguera similar afecta a cómo vemos el comercio internacional. Si China nos vende más cosas, “perdemos”. Si nosotros exportamos más, “ganamos”. Pero el comercio no es una partida de cartas donde lo que gana uno lo pierde el otro. Cuando compramos productos chinos baratos, nuestros bolsillos se resienten menos y podemos gastar ese dinero en otras cosas: más servicios, más ocio, más productos locales. Al mismo tiempo, podemos especializarnos en lo que hacemos mejor —desde aceite a ingeniería pasando por servicios financieros— y venderlo por el mundo. El resultado no es que un país gane y otro pierda, sino que ambos pueden salir ganando.
Las guerras comerciales de los años 30 nos dieron una lección sobre qué pasa cuando aplicamos lógica mercantilista de batalla al comercio. Porque cuando todos levantan muros, la eficiencia cae y los precios se disparan. Las políticas proteccionistas que prometían salvar la industria nacional terminan por reducir el comercio mundial, hundir la productividad y prolongaron la Gran Depresión.
Con las propuestas de vivienda pasa algo parecido. Hay quien piensa que la única forma de resolver la escasez es repartir mejor lo que ya tenemos: expropiar aquí, controlar precios allá, como si fuéramos repartiendo cartas de una baraja finita. Pero en muchas ciudades el problema no es de reparto, sino que hay pocas casas. Punto. Las regulaciones kafkianas, los trámites eternos, las trabas burocráticas para construir… todo eso crea escasez artificial. No necesitamos repartir mejor las migas; necesitamos un pan más grande. Y eso significa facilitar la construcción, agilizar los permisos, permitir que el sector privado haga lo que tiene que hacer mientras se apoya con políticas públicas.
Los controles de alquiler son un ejemplo perfecto de cómo la mentalidad de suma cero nos lleva por el camino equivocado. Suenan bien: proteger al inquilino del propietario abusivo, evitar que los precios se disparen, mantener la cohesión social del barrio. Pero a la larga suelen hacer justo lo contrario: reducen la oferta de viviendas de alquiler, beneficiando a unos pocos inquilinos actuales a costa de todos los futuros que se encontrarán con menos opciones y precios más altos. Es como poner un techo a los precios del pan y luego sorprenderse de que haya menos panaderías.
Si la evidencia es tan clara, ¿por qué seguimos cayendo en esta trampa? Parte de la culpa la tiene nuestra herencia evolutiva. Durante milenios vivimos en tribus pequeñas donde los recursos eran efectivamente limitados. Si otra tribu tenía más, era probable que nosotros tuviéramos menos. Esos instintos siguen ahí, aunque ya no los necesitemos. Y luego está la política, que amplifica estos sesgos. Es mucho más fácil movilizar al personal prometiendo “proteger lo nuestro” del invasor de turno que explicar cómo la cooperación puede beneficiarnos a todos. Los matices no ganan elecciones; los eslóganes sí. “Ellos nos están robando los empleos” es un mensaje mucho más potente que “la inmigración puede generar beneficios netos si gestionamos bien las transiciones”.
Reconocer que la economía no es de suma cero no significa ponerse unas gafas de color rosa. Claro que hay perdedores. El trabajador del textil que ve cómo su fábrica se muda a Bangladesh, el inquilino que no puede pagar el alquiler en su barrio de toda la vida, la comunidad que dependía de una industria protegida que ya no existe. Estas personas sufren pérdidas reales, no teóricas, y merecen algo mejor que un sermón sobre las virtudes del libre mercado. La respuesta no es parar el mundo para que no se bajen del tren. Es ayudarles a subirse al tren que sí va hacia adelante: programas de recapacitación serios, políticas activas de empleo que funcionen de verdad, redes de seguridad robustas que no les dejen caer al vacío. En vivienda, aumentar la oferta mientras protegemos a los más vulnerables con ayudas directas, no con regulaciones que empeoran el problema de fondo.
Los países más prósperos del mundo no son los que mejor han blindado su economía de la competencia exterior. Son los que han sabido hacer crecer su pastel: invirtiendo en educación para que su gente sea más productiva, fomentando la innovación para crear nuevos sectores, construyendo instituciones sólidas que den confianza a inversores y emprendedores, abriéndose al intercambio con otros países para aprovechar las ventajas de la especialización. Singapur no se hizo rico protegiendo su industria pesquera; se hizo rico convirtiéndose en el hub financiero y logístico de Asia. Irlanda no prosperó blindando su sector agrícola; prosperó atrayendo empresas tecnológicas con políticas inteligentes. Abandonar la mentalidad de suma cero no es ser un ingenuo. Es entender cómo funciona de verdad una economía próspera: no como un botín fijo que repartir, sino como un proyecto común que puede crecer si jugamos bien nuestras cartas.
Economía en EL PAÍS