Con su victoria la semana pasada en el Gran Premio de Australia de MotoGP, el gran público conoció por primera vez el nombre de Raúl Fernández González, uno de los diez talentos españoles que lucen en el principal escaparate del motociclismo mundial. El piloto madrileño se hizo en Phillip Island un autorregalo que no olvidará jamás en la vida: una primera victoria entre los grandes que llegó a las puertas de los 25, recién cumplidos este mismo jueves en el circuito de Sepang, escenario del GP de Malasia que cierra la gira transoceánica en 2025.
El piloto madrileño del equipo Trackhouse Aprilia reflexiona sobre su primera victoria en la categoría reina y la lucha interna para seguir peleando en la alta competición
Con su victoria la semana pasada en el Gran Premio de Australia de MotoGP, el gran público conoció por primera vez el nombre de Raúl Fernández González, uno de los diez talentos españoles que lucen en el principal escaparate del motociclismo mundial. El piloto madrileño se hizo en Phillip Island un autorregalo que no olvidará jamás en la vida: una primera victoria entre los grandes que llegó a las puertas de los 25, recién cumplidos este mismo jueves en el circuito de Sepang, escenario del GP de Malasia que cierra la gira transoceánica en 2025.
“Nos lo pasamos muy bien, pero sin olvidar que tenemos carrera este fin de semana y hay mucho trabajo por hacer. Estamos en un momento dulce, pero no podemos olvidar de dónde venimos y dónde queremos estar”, cuenta a EL PAÍS el corredor de San Martín de la Vega, municipio de apenas 20.000 habitantes situado al sur de la capital. “Ganar es una sensación indescriptible, no tengo con qué compararla en el mundo, y el objetivo ahora será volver a conseguirlo”, sonríe antes de quitarse la gorra y mostrar su nuevo ‘look’. Junto a varios miembros de su equipo, se rapó al cero fruto de una apuesta. Las fiestas por el alirón y su nueva vuelta al sol consistieron en un par de cenas: la primera el domingo pasado junto a los miembros del Trackhouse Aprilia –ganadores por primera vez en MotoGP– y la segunda el martes, ya con su familia en Kuala Lumpur.
“Soy un privilegiado, hago lo que más me gusta y viajamos juntos a las carreras, así que por suerte les tengo conmigo el día de mi cumpleaños. Solo les pedí una cosa, no salirme de mi rutina y tratar esta carrera como cualquier otra”, apunta Fernández, siempre reposado y cerebral dentro del ‘paddock’. Su hermano Adrián, piloto de Moto3, le ha regalado un iPhone y sus padres, Juan Carlos y Araceli, unas zapatillas. Todos ellos han remado juntos, y mucho, hasta lograr un éxito liberador. Cuatro temporadas han pasado hasta que ha llegado el primer triunfo y podio en MotoGP. “Llegué a pensar que ganar no era posible”, reconoce. Su gran fortaleza ha sido saber pulsar el botón de reinicio tras cada mazazo y volverlo a intentar.
“Ahora se ha hecho famosa la pizza de Jerez, pero no fue la comida en sí, sino el momento vivido con mi gente. Allí nos conjuramos para afrontar el reto, luchar y cambiar una situación donde ni siquiera era capaz de dar el 100% encima de la moto”, comenta sobre su último reseteo a finales de abril, el que ha terminado de propulsarle en este tramo final de campaña. Hasta que ganó en Phillip Island la semana pasada, su mejor resultado en MotoGP habían sido dos quintas plazas en 76 grandes premios disputados, y el año empezó en la cola del grupo después de una lesión en la pretemporada y sensaciones encontradas con su máquina.
Fernández es un talento distinto, con una historia peculiar. Hasta los 11 años no se subió a una moto, pero cuando lo hizo destacó enseguida. Recopiló méritos en varias categorías formativas, aunque luego no pudo ser campeón ni en Moto3 ni en Moto2, donde igualmente maravilló con ocho victorias en su temporada de estreno y superó el anterior récord de Marc Márquez en la categoría intermedia. Su rendimiento, y un par de carambolas en la escuela de pilotos de KTM, le propulsaron de sopetón a la cúspide del motociclismo cuando ni siquiera llevaba diez años pilotando.
Sus dos primeros proyectos en MotoGP no cuajaron, y Fernández tuvo que acostumbrarse a rodar en las últimas posiciones. Discreto y humilde como pocos en un ‘paddock’ plagado de estrellas del rock, nunca se quejó demasiado en público ni aireó su sufrimiento. Rodar en cabeza el otro día le hizo recordar el verdadero reto de estar arriba del todo. “Cuando te pones primero y no tienes a nadie delante, te das cuenta de que eres tú contra ti mismo. Por suerte ya me había puesto líder un rato el sábado, y allí sí cometí errores, de los que pude aprender para no repetirlos el domingo”, destaca. A pesar de su habitual estoicismo, no pudo reprimir las lágrimas dentro del casco, tampoco al abrazar a los suyos.
El máximo responsable del equipo Trackhouse, el italiano Davide Brivio, ya es prácticamente un padre adoptivo. El hombre que aupó en el pasado a campeones como Valentino Rossi, Joan Mir y Maverick Viñales ha sido quien ha descorchado la mejor versión de Fernández en un par de temporadas. Él confía ciegamente en el talento de su piloto. Este, sin embargo, evita agarrarse a sus intangibles para seguir avanzando. “El talento es algo relativo, que no puede medirse. Sí que puede medirse, en cambio, todo el trabajo que hay detrás de este resultado. Salir de un pozo tan hondo es muy difícil, y sin la ayuda de Davide, el equipo, la familia y toda mi gente, no lo hubiera conseguido”, subraya.
Sin los avances de Aprilia, suministradora de la estructura estadounidense que empieza a contestar el dominio de las todopoderosas Ducati, tampoco hubiera sido posible. Aunque muchos dudan todavía sobre la preeminencia del factor humano en una era de hipertecnologización de la categoría, el caso de Raúl Fernández demuestra todo lo contrario: “Si no hubiera creído en mí mismo, ya me hubiera ido a casa. ¿Para qué iría a trabajar? No conseguir tus objetivos genera una falta de confianza, pero no sobre ti mismo, sino sobre si podrás llegar a conseguirlos algún día”.
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