Viaje a los límites de la ciencia

Como ignoro si al autor de Cuatro cuentos cuánticos, al escritor chileno pero argentino, y argentino, pero chileno, Javier Argüello, puedo calificarlo de “escritor cuántico”, le envío un Whatsapp al puerto de Valparaíso y se lo pregunto. Responde: “Se llama superposición de estados, y nunca mejor dicho”

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 Me fascinan los físicos optimistas, pero sobre todo los que buscan ir más allá de lo que se ha escrito sabiendo que nunca llegarán a nada  

Como ignoro si al autor de Cuatro cuentos cuánticos, al escritor chileno pero argentino, y argentino, pero chileno, Javier Argüello, puedo calificarlo de “escritor cuántico”, le envío un Whatsapp al puerto de Valparaíso y se lo pregunto. Responde: “Se llama superposición de estados, y nunca mejor dicho”

Ah, claro. Lo sabía y no lo sabía: la superposición cuántica es un principio fundamental de cierta mecánica cuántica. Me digo esto y poco después abordo el cuaderno Los límites de la ciencia (Debate) que acaba de publicar el escritor cuántico Argüello y donde, más allá del ensayo en cuestión, lo más fascinante del mismo se encuentra en el viaje interior, pero exterior, que se nos narra: el desplazamiento al Centro Europeo para la Investigación Nuclear, al mayor laboratorio de física de partículas de todo el mundo.

El laboratorio impresiona. Es un anillo de veintisiete kilómetros de longitud que se extiende bajo tierra a ambos lados de la frontera entre Francia y Suiza. En ese lugar vivió Argüello una experiencia literaria, pero científica; y científica, pero literaria. Narrador con duende (seguramente más escritor que cuántico) y a la vez expertísimo navegante, insistente explorador de los abismos del Polo Norte, o de lo que queda de estos, le preguntaron una vez por el límite entre la realidad y la ficción y, como sabio navegante que siempre ha sido, no dudó en la respuesta: “Muy sencillo: si tiene sentido es ficción, porque la realidad no lo tiene”

En Los límites de la ciencia, el sentido del cuaderno llega a su punto más alto cuando el viajero, tras sus encuentros con los científicos del lugar, comprende que los tan celebrados hallazgos del Centro —el “bosón de Higgs” ha sido el más paradigmático— conducen a la alegría por lo hallado, pero revelan una alegría parcial y la necesidad de seguir, ya que el mundo, visto como un gran artefacto material, acaba chocando contra un límite, lo que probablemente obliga a otras formas de mirarlo.

Lo que conmueve del trabajo en el gran acelerador de partículas, dice Argüello, no es el mecanismo. El mecanismo es una verdadera maravilla. Pero lo que verdaderamente conmueve es ver a un grupo de personas venidas de todas partes del mundo, de diferentes países y diferentes culturas, investigando codo a codo con un entusiasmo y con una voluntad colaborativa pocas veces vistas, en una tarea absolutamente incierta y que no saben hacia dónde les conducirá. Y concluye: es esa búsqueda la que emociona, no lo que puedan encontrar.

De acuerdo. Me fascinan los físicos optimistas, pero también la otra cara de estos, la que percibo en los escritores que me interesan, que son los que buscan ir más allá de lo que se ha escrito sabiendo que nunca llegarán a nada, del mismo modo que el misterio y la penumbra que a todos nos envuelven nunca se esclarecerán. A estos los espío en su evolución inmóvil: parecen estar acostumbrándose a repetir lo que un día en la bahía de Nápoles oí que gritaba un loco: ¡Nos basta con el crepúsculo!

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